








Centro Memoria ~

"Quiero vivir en un mundo diferente”
Claudia, ser mujer, joven
y emberá en Bogotá
Claudia Queragama es un rostro conocido en la prensa. A los 25 años ya era vocera cuando la comunidad emberá katío estaba asentada en el Parque Tercer Milenio. Hoy encabeza los titulares sobre el proyecto de ley en el Congreso contra la ablación genital. ¿Pero qué guía a una mujer emberá a convertirse en una lideresa? Un legado aprendido de sus padres, la urgencia de garantizar otro horizonte para sus dos hijos y, sobre todo, el deseo de abrir caminos para que las mujeres y niñas emberá habiten una vida digna en cualquier territorio.

Claudia llegó corriendo al edificio de Centro de Memoria, Paz y Reconciliación a las 9:15. Detrás de ella venían tres mujeres más —todas con vestidos de colores vibrantes— que intentaban seguirle el ritmo. Iban a un taller de liderazgo para mujeres emberá que, oficialmente, había empezado a las 9. Claudia, con un pantalón beige, una blusa blanca y un collar tejido, nos saludó rápidamente. Mientras caminaba hacia el salón respondía mensajes en su celular y trataba de
seguir el hilo de la conversación.
Adentro, nos presentó con su colectivo, Dai Werakaura - que significa “mujeres valientes”- organizadoras del evento. Luego nos dejó en un par de sillas y se movió de un lado a otro del salón, respondiendo preguntas, aclarando dudas, explicando dinámicas. Las asistentes eran mujeres emberá katío, chamí y dóbida. Las únicas personas blanco-mestizas éramos las talleristas y nosotras.
Claudia no solo guiaba parte del encuentro: también traducía las intervenciones de las talleristas invitadas, quienes no eran indígenas. Cuando no estaba hablando, se sentaba frente a su computador, revisaba la lista de asistencia, nos respondía en voz bajita cualquier duda, se levantaba a orientar una actividad y de vez en cuando soltaba un comentario que hacía reír a todo el salón.
Cuando Claudia hablaba de lo injusto que le parece que las mujeres no sean escuchadas o que no las dejen liderar, las mujeres asentían, cuchicheaban, hablaban en complicidad. Las mayores solían tomar más la palabra y, cada vez con más seguridad, se unían al sentimiento de injusticia frente a lo que vivían, sentimiento que comenzaba a gobernar el lugar. Tenían para ellas un espacio en el que podían hablar, manotear, molestarse y querer hacer algo al respecto.

En una pausa de diez minutos intentamos interceptarla. Aprovechamos para pedirle una entrevista, salimos casi corriendo a buscar buen fondo y a poner la cámara. Alcanzó a respondernos dos preguntas antes de que una mujer la llamara de nuevo al taller. Así es conversar con Claudia: siempre en movimiento. “Tengo un conversatorio a las 3; podríamos vernos en la mañana, aunque tengo taller de ocho a doce y después debo ir al museo…”, eran más o menos sus respuestas cada vez que intentábamos coordinar algo con ella. Aun con esa agenda apretada, logramos encontrarnos dos veces.
Desde 2019 vive en Bogotá. Es emberá katío del Alto Andágeda, en el Chocó. Cuenta que salió de su territorio al terminar el colegio porque quería estudiar; su madre, Sebastiana, en el libro Dai Werakaura — creado con el colectivo del mismo nombre—, recuerda otra razón: que se vieron obligadas a desplazarse por un grupo armado.
Claudia aprendió español en Santa Cecilia, un pueblo ribereño del río San Juan donde conviven comunidades afrodescendientes, indígenas y mestizas. Es el último corregimiento de Risaralda antes de llegar al Chocó. Hablar español le facilitó la vida cuando llegó a Bogotá. Vino con sus padres y se instalaron en el Parque Tercer Milenio, que unos meses después se convertiría en un lugar de resistencia de algunas comunidades emberá para exigir garantías de seguridad en sus territorios.
Su padre —un hombre que, según ella, rompe muchos de los mandatos tradicionales de su comunidad— fue el primero en decirle que podía ser algo más que una esposa. Nunca le exigió encontrar pareja y formar familia. Al contrario, siempre la impulsó a estudiar: “Mi papá es un amor conmigo. Mi mamá y mi papá me dieron un estudio muy bueno, un aprendizaje muy bueno. Me dice: ‘solamente queremos que usted sea un camino para las mujeres’. A mi papá no le gusta que desconozcan a las mujeres. Él dice: ‘los hombres son iguales y las mujeres son iguales’. Nunca dijo ‘coja pareja a los 12 años’– como tradicionalmente lo hacen las mujeres de su comunidad–. Él decía: ‘ya cada cual sabrá cuándo, pero no dejen de estudiar’. Yo tengo una hermana de 20 años. No tiene hijos, no tiene pareja. Esa es hoy en día enfermera”.
Su madre, Sebastiana, es otra fuerza vital para que Claudia imaginara su futuro como el de una lideresa. Conocida tanto en su comunidad como en Bogotá y en diferentes esferas sociales y políticas por ser partera y gobernadora, Claudia la
describe como “una mujer empoderada”. A Sebastiana le asignaron el oficio de la partería a los 14 años: un rol tan central en su pueblo que su padre decidió enviarla a Quibdó para que aprendiera también técnicas de medicina occidental.
Sebastiana recuerda con alegría los días en que vivía con otras parteras, recorriendo comunidades, haciendo visitas domiciliarias, previniendo enfermedades, “ayudábamos a las familias con nuestros conocimientos ancestrales” dice en el libro. Pero en Bogotá la situación fue otra: problemas económicos, dificultades para conseguir alimentación y vivienda digna, y un entorno donde los líderes no dejaban que las mujeres se hicieran escuchar. “Dicen que las mujeres no tienen voces, que la mujer tiene que estar en su oficio. Son muy machistas. Los líderes quieren solo a los hombres, dan menos oportunidad a la mujer”, cuenta Sebastiana.
A pesar de esto, Sebastiana encontró la vocación del liderazgo y se la heredó a su hija. En la UPI La Florida comenzó a organizar a las mujeres, a promover la protección y la pervivencia cultural de sus pueblos y, sobre todo, a encabezar la
lucha contra la mutilación genital femenina. Su trabajo como partera la había sensibilizado profundamente frente a los derechos de las mujeres: había acompañado sus embarazos, sus partos, sus miedos. Conocía de cerca sus cuerpos y sus historias.
El legado de sus padres es parte esencial de la receta que convirtió a Claudia en una mujer sin miedo, capaz de cuestionar a los líderes de su comunidad, de ir al Congreso para promover un proyecto de ley que busca eliminar la ablación femenina y de sentarse frente a otras mujeres emberá para decirles que también ellas pueden decidir sobre sus cuerpos y sus vidas.

En el Parque Tercer Milenio, en plena pandemia, Claudia empezó a asomarse al mundo del liderazgo indígena en Bogotá. “Me gustaba preguntar, me gusta preguntar demasiado”, recuerda. Fue entonces cuando Leonival, uno de los líderes de su comunidad, la invitó a asistir a reuniones; y junto con Rosamira Campo, reconocida lideresa emberá, iniciaron lo que Claudia llama “el proceso”.
En esos encuentros conoció a figuras indígenas que la marcaron: Aida Quilcué,lideresa nasa y ganadora del Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos; y Sandra Chindoy, exgobernadora kamentsá. Ver a mujeres ocupando estos espacios la inspiró. La entusiasmó. Y le cambió la idea misma de liderazgo: “yo digo que las mujeres tienen derecho a saber todo lo que han dado. Siento que el proceso de liderazgo, conformar, pensar una formación a las mujeres, siento que es aquí en Bogotá. Yo miro más que todo a las mujeres lideresas, no al hombre, porque siento que esa transformación a una mujer como empoderada de lideresa es muy bonita, es muy buena y aprende muchas cosas”.
Pero para Claudia no bastaba con participar en proyectos: empezó a cuestionar abiertamente el trato que recibían las mujeres en su pueblo. Sus preguntas —siempre sus preguntas— comenzaron a incomodar. Ya no solo ponían en duda prácticas patriarcales arraigadas como la ablación genital, sino también la manera en que se tomaban decisiones y se administraban los recursos: “hay que entender que las mujeres deben saber qué es un recurso, qué es una moneda”, dice.
“Porque allá se dice: ‘los hombres toman decisiones’.
Y no. Eso se acaba. Esa idea machista hay que dejarla atrás
y hay que hacer progresar a las mujeres”.
Con el tiempo, el activismo de Claudia empezó a ser visto con desconfianza por los líderes de su comunidad. Algunas personas lo tacharon de rebeldía, de estar “demasiado occidentalizada”, incluso de coqueteo. Su expareja tenía problemas con ese rasgo de su personalidad “no le gusta mi forma ¿sí? Me decía ‘ay no, Claudia, ¿usted por qué habla con los hombres tanto?’ Lo que pasa es que cuando yo voy a hablar con los hombres, hablo tema de la organización de los pueblos indígenas”.
Fue criticada y callada en más de una ocasión. Pero Claudia, encogiéndose de hombros y rodando los ojos, prefiere no desgastarse, ella reconoce que es difícil, pero dice: “a mí no me interesa si me tratan mal, pero yo amo a mis mujeres”. Laura Vanessa Franco, una periodista del medio Voces Francas que trabaja con ella en un reportaje sobre la ablación genital femenina, la describe como “una mujer alegre, que habla todo el tiempo y que tiene un interés profundo por las mujeres de su comunidad”. Dice también que su liderazgo no siempre es reconocido, pero que Claudia ha hecho un trabajo valioso: “habitar la ciudad y no perder su cultura”. Para ella ese esfuerzo por integrarse sin renunciar a lo propio es un reto que deberíamos acompañar si queremos vivir en una ciudad realmente compartida.
Lo que vive Claudia no es un caso aislado. Como han señalado investigadoras y analistas del movimiento indígena, Juana Camacho y Antonio Olmos en la Revista Colombiana de Antropología, cuando las mujeres comienzan a organizarse de manera autónoma y reclaman igualdad o reconocimiento, muchos líderes sienten que su poder y sus privilegios están siendo cuestionados. Según los investigadores, estas demandas, que buscan transformar las relaciones internas, suelen interpretarse como una amenaza para las luchas históricas por los derechos colectivos, la autonomía y la preservación cultural de los pueblos indígenas.

Mientras Claudia se abre camino como lideresa y enfrenta críticas, señalamientos y malos tratos, también está construyendo su futuro académico. Se está pagando la carrera de Trabajo Social en la Universidad de La Salle y ya va en quinto semestre. “Yo tengo que estudiar —dice— porque todas las mujeres están estudiando, ¿y yo qué? ¿Voy a quedarme solo como lideresa sin ningún título? No. Yo merezco un título. Eso pensé, y por eso entré el año pasado”.
El estudio es un tema al que vuelve una y otra vez cuando habla de su vida y de lo que espera de sí misma como lideresa. Para ella, el liderazgo requiere preparación: “Si un líder no sabe qué es una metodología ni habla de otras formaciones, siento que no está en posición de liderar. Yo siempre digo: para ser líder hay que capacitarse, saber de las leyes propias, de la cosmovisión de los pueblos indígenas, saber conformar procesos y, sobre todo, saber cuál debe ser la actitud de una persona para ser líder”.
Por eso, además de la universidad, Claudia procura rodearse siempre de personas y espacios de los que pueda aprender: colectivos, organizaciones, políticas, lideresas de distintas comunidades. Su formación no acaba nunca.
En medio de ese proceso de convertirse en lideresa emberá en Bogotá, hubo un aspecto de su vida que nunca dejó de interpelarla: la maternidad. No solo como experiencia íntima, sino como un territorio más donde chocan la ciudad y el resguardo, la medicina occidental y la tradicional, lo que ella quiere para sus hijos y vlo que su comunidad espera de ellos. Aunque nunca sintió que la maternidad fuera una obligación, hoy es mamá de una niña de cuatro años y de un niño de siete.
La escena que más recuerda cuando piensa en esa tensión es el parto y el posparto. Su hija menor nació en un hospital de Ciudad Bolívar; su hijo mayor, en el Alto Andágueda, acompañada por una partera. Esa diferencia —entre la atención hospitalaria y la tradicional— marcó su manera de entender su vida “allá” y “acá”: “Nosotros como comunidades emberá somos muy personal con el cuerpo. No le dejamos manosear a nadie, pero en cambio en el hospital sí lo hacen. La partera no mira eso ni toca, siempre mantiene con su cobijita aparte. Las enfermeras no”. También recuerda las dificultades del posparto en la ciudad: “no tenía la planta que debo tomar porque siempre cuando hay un parto hay unas plantas. Son principales las plantas para sanar la sangre, entonces no, no había nada”.
Ser una mamá joven y emberá en Bogotá ha sido todo un reto. Entre el deseo de vque estudien en la ciudad y la necesidad de que no pierdan sus raíces, Claudia se mueve en una cuerda floja que muchas madres indígenas también viven y, por eso, decidió enviarlos por temporadas a su territorio en el Chocó. Su hijo mayor la llama con frecuencia para decirle que no quiere estudiar allá porque no hay tablero, sillas ni refrigerio o almuerzo.

Pero Claudia se mantiene firme: “Yo lo voy a dejar un tiempo porque ellos ya aquí crecieron y ellos quieren conformar diferente. Yo no quiero eso, yo quiero que sean en la cultura. Nosotros no podemos dejar todo de lado y ser otra persona. Ellos ya se sienten muy occidentales. Yo no quiero que sólo dediquen a nada más sino
pidiendo a los Estados, no nada, yo sólo quiero que mis hijos estudien, sean alguien
en la vida”.
Esa decisión de criar entre dos mundos también atraviesa la forma en que Claudia piensa el liderazgo. No se trata solo de hablar en el Congreso o coordinar talleres, sino de empezar por su propia casa: por cómo cría, por lo que les explica a sus hijos sobre el cuerpo, el respeto y la tradición.
Para ella, liderar es, sobre todo, impedir que las mujeres sigan siendo sometidas,n cuidar la vida de las niñas y lograr que la voz de las mujeres emberá sea escuchada con dignidad y respeto, tanto en la comunidad como en la ciudad. En cada discusión con su hijo, en cada reflexión sobre su maternidad, en cada encuentro con sus compañeras, ensaya en pequeño el mismo futuro que quiere para su pueblo: uno en el que estudiar, liderar y vivir en Bogotá no signifique arrancarse las raíces y en el que su comunidad pueda ser un lugar más seguro y digno para las mujeres.

Bogotá fue para Claudia una oportunidad para encontrar respuestas, nuevas preguntas y amistades profundas. Fue en la ciudad donde escuchó por primera vez palabras como “clítoris” y “ablación genital” y donde entendió por qué esa práctica no se realiza en los hombres. También tuvo que enterarse por el llanto desesperado de su hija que su abuela, sin consultarle, le había practicado la ablación. En la ciudad vio a su mamá hacerse lideresa y comenzó su camino para convertirse en una.
Claudia sigue muy ocupada. Con ayuda de su colectivo Dai Werakaura está en Bolivia en una Residencia para la Gestión Cultural que ganó con un proyecto sobre la diversidad cultural de los emberá; también nos contó que está grabando una película sobre la historia de la UPI La Florida y no para de ser mamá. Ella ha creado una vida, una familia y una causa en Bogotá, pero su impulso sigue anclado a sus raíces: es desde allí desde donde piensa, siente y actúa.
Por eso, cuandohabla del futuro, lo hace con la misma claridad con la que vive su presente: “quierovivir en un mundo diferente”.
