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Parque Nacional

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[Editoral] El no lugar de los emberá en Bogotá

El Parque Nacional Enrique Olaya Herrera ha sido el principal puente entre la ciudad y los emberá. Es una bisagra construida con palabras violentas: “vuelven” “se toman” “ocupan”. Como si no fueran personas sino una escena cíclica: carpas, cambuches, policías, mesas de negociación. Pero no se trata de “los emberá”, se trata del no lugar de una comunidad que, si no es desplazada y estigmatizada, es relegada a espacios urbanos peligrosos y lejanos. Se trata de cada familia y su disputa por tener un lugar donde habitar dignamente.

¿Cuál es el lugar de los emberá en Bogotá? Orlaby, Doris y Héctor, tres jóvenes chamí protagonistas del proyecto Kundrara (link), acaban de ser parte de un nuevo intento de desplazamiento al Parque Nacional. En la última semana de noviembre, su tío Jairo Borocuara, uno de los líderes de la comunidad embera chamí en Bogotá, convocó un asentamiento en el que participaron poco más de veinte personas. Entre ellos había aproximadamente doce niños. En los titulares quedó registrado que su tío estaba “exigiendo
millones para no ocupar el parque”, como si sus exigencias fueran fruto del capricho de quien ya recibió los posibles subsidios del Estado.

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Cuando hablamos con Jairo días después, negó esas versiones. La familia ya había
participado del desplazamiento masivo de los emberá en el parque nacional en 2024 pero habían salido allí con promesas de ser reubicados a una tierra en Jerusalén, Cundinamarca. Sin embargo, este proceso –explicó– acababa de ser archivado sin justificación, y ahora les ofrecían una nueva tierra en Risaralda. Pero debido al conflicto, Jairo insiste en que allí no se puede sembrar ni vivir. “Allá en Risaralda la tierra no está buena. Y acá nos dijeron que ya nos habían dado albergue, que ya nos habían dado alojamiento en apartamento, y que dizque ya no tenemos derecho a nada, que no nos van a apoyar más. Pero lo que pedimos es un espacio para no molestar, para vivir mientras la reubicación es real. Eso es lo que queremos”, agregó Jairo.

En ese proceso, relata, intentaron llevarse por la fuerza a los niños: “Iban a quitárnoslos a la brava. Las ayudas eran solo para ellos, pero no resolvían nada para el resto de la familia”.

Dos años antes, en el anterior desplazamiento al Parque Nacional del 2022, Ketoato y Ragüi,otros jóvenes emberá dóbida protagonistas en Kundrara (insertar link), se conocieron entre los árboles y las carpas en medio de 1.500 personas. Ragüi apenas comenzaba a aprender español. Ketoato ya conocía la ciudad desde los 14 años. Entre cientos de titulares, ninguno registró que dos adolescentes hicieron amistad a través del rap en medio de discursos técnicos y promesas institucionales que no eran para ellos.

Antes de llegar al parque, estas familias han intentado asentarse en múltiples espacios. Desde inicios de los 2000, han migrado forzosamente a la ciudad, instalándose en soluciones habitacionales precarias en sectores como San Bernardo y Las Cruces. Su sostenimiento combina subsidios estatales, economías informales y trabajo artesanal, en una inserción urbana marcada por la inestabilidad y la exclusión.

En 2020 algunas comenzaron a asentarse en el Parque Nacional y el Parque Tercer Milenio como modo de protesta para exigir garantías de seguridad en sus territorios y apoyo económico estatal. En 2022, a través de mesas de concertación surgieron acuerdos con las autoridades distritales que terminaron en la creación de los alojamientos temporales como la
UPI La Florida y la UPI La Rioja.

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Sin embargo, diversas tutelas y medios han señalado que la vida en las UPI está marcada por el hacinamiento, la precariedad y condiciones sanitarias deficientes. Ellos mismos denuncian
su inconformidad a través de la manifestación en espacios públicos, siendo el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera su principal punto de convocatoria. No solo por su ubicación estratégica, es decir, cercana a las zonas donde tradicionalmente se han asentado en el centro y sur de la ciudad, sino porque allí encuentran condiciones que les permiten subsistir sin depender del todo de una institucionalidad que ha resultado intermitente e insuficiente. En el parque hay agua de las quebradas donde pueden bañarse sin esperar las tuberías, busca  leña para cocinar sin depender de los cilindros de gas del Distrito, reciben alimentación esporádica de la gente o rebuscan en la calle. Y según Jairo Borocuara, uno de los líderes emberá chamí, hay una razón más: “no hay vías grandes cerca, así que los niños pueden estar tranquilos”.


Ahora bien, negar los problemas sería irresponsable: los desplazamientos han implicado la muerte de menores, han impedido un proceso escolar normal, generan obstrucciones en el vecindario, el desgaste de una ciudad que no está diseñada para albergar desplazamientos prolongados. Pero falta una discusión más profunda: ¿qué preguntas hacen hoy los medios para contar a una comunidad que ya no es “recién llegada”, sino parte de la ciudad? ¿Qué implica para Héctor, Orlaby y Doris crecer con el estigma de que su familia y su comunidad aparezcan en los medios como una amenaza para la ciudad? ¿Ofrece la ciudad a Orlaby un entorno que le permita soñar con ser profesora de matemáticas sin renunciar a sus raíces? ¿Qué oportunidades dignas hay para los jóvenes dóbida que están siendo rechazados por sus comunidades por intentar pertenecer a unas dinámicas urbanas? ¿Por qué los hijos de Claudia Queregama, una de las jóvenes líderes emberá katio de Kundrara, ya no quieren volver a su territorio y cómo una ciudad está apoyando a una madre para incentivar la cultura emberá a sus hijos?.


Múltiples preguntas que se pueden responder en una rueda de prensa y no quedarse en las mismas declaraciones que hace cada mandatario cuando hay un nuevo desplazamiento. No quedarse en los mismos titulares: “Hay una ocupación del espacio público”, “Vuelve y juega: los emberá se toman el parque nacional”. Un informe de la Defensoría publicado en 2023 sobre la comunidad emberá señala que “se han organizado ocho retornos desde 2012 a 2018”. Para 2024, había un total de diez intentos de devolver a las comunidades a sus territorios, esfuerzos que evidentemente han fracasado pues las comunidades siguen aquí. Este proyecto no justifica ni romantiza las acciones de la familia Borocuara. Tampoco el pasado de los jóvenes de la UPI La Florida. Busca dejar preguntas e insistirle a los periodistas que dejen de contar ‘ocupaciones’ e intenten narrar personas, familias, jóvenes.

Tal vez la pregunta no sea cuándo se van.
Sino por qué siempre tienen que volver.
Y para los que ya se quedaron: ¿cuál es su lugar?

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